El tesoro musical de Colombia que triplicaría el número de turistas (pero seguimos ignorando)
- Diego Montoya
- hace 51 minutos
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¿CÓMO TRADUCIR EL COLOSAL PATRIMONIO DE MÚSICA COLOMBIANA EN VISITAS DE EXTRANJEROS? UNA PEQUEÑA ISLA NORTEAMERICANA OFRECE ALGUNAS PISTAS.
Por Diego Montoya Chica
Publicado en Revista Credencial, Ed. 452

LOS GOLPES MARCABAN un sencillo compás de cuatro cuartos. Los recibía un tambor
amplio en diámetro pero a la vez pandito, elaborado con la piel estirada y seca de un antílope. El ritmo era como el suelo de la canción, su pulso, y entre “bum” y “bum” revoloteaba, rápida y hábil como un colibrí, la melodía de un violín con aire celta. Aunque había algo más en ella: no era por completo música escocesa, como parecía serlo todo allí, en la isla canadiense de Cape Breton, ubicada en la provincia de Nueva Escocia. Algunos locales aún se comunican en gaélico, cosa ni siquiera generalizada al otro lado del océano, en las islas británicas de donde viene ese ADN cultural que se propagó por toda Norteamérica, entre los siglos XVIII y XIX, a través de una migración masiva.
Y, ¿qué era ese “algo” diferente, imbuido en la melodía del violín? La duda se aclaró tan pronto el intérprete, Morgan Toney, comenzó a cantar: la letra estaba escrita en Mi’kmaq, la lengua indígena local, y en toda la canción, Ko’jua, se asomaba una linda impronta de ese pueblo originario. Toney fue nominado al Juno este año —como el Grammy canadiense— y se presentaba en la convención sobre turismo musical que, una vez al año, organiza la agencia Momentual, perteneciente a la consultora global Sound Diplomacy. Él, junto con su banda, está entre los pocos artistas que armonizan perfectamente esas dos tradiciones: la del fiddle, tan ‘blanca’ —uno de los cimientos del country—, y la de los pueblos indígenas que aún resisten, como pueden, el embate de ese mismo influjo. Sus composiciones son como una zona de distensión.
El área de Cape Breton es casi tan grande como la de Puerto Rico, pero en vez de albergar a 3,2 millones de personas como ese territorio caribeño, es hogar para nomás 150.000 residentes. ¿Por qué se escogió este despoblado rincón del mundo como sede del evento? En parte, la respuesta es numérica: 500.000 turistas visitan la isla cada año, un número tres veces superior al de sus habitantes. Y entre los motores principales de dicho éxito está la música; más, incluso, que en otros puntos de la costa este de Canadá, donde todos parecen ser contadores de historias innatos, un talento que entretejen entre canción y canción.
“Descubrimos que la mitad de nuestros visitantes buscan experimentar música en vivo. Por eso, ahora aquí puedes encontrar un show cualquier día de la semana”, dijo Terry Smith, CEO de Destination Cape Breton, el promotor turístico oficial. Y luego, resumió: “Hace 20 años, dejamos de promover solamente la música de ascendencia escocesa y resaltamos, también, nuestras tradiciones diversas. Tenemos la francesa Acadiana y la Mi’kmaq, por ejemplo. Además, comenzamos a trabajar con músicos de renombre internacional. Es el caso de Natalie MacMaster, a quien, cuando se iba de tour, le pagamos por permitirnos promover Cape Breton ante sus audiencias. Luego, hicimos lo mismo con otros”.
Después de comer langosta y vieiras envueltas en tocino en algún restaurante del puerto de Sydney —la única ciudad—, todos los turistas peregrinan hasta uno de sus recodos para tomarse una selfi a los pies del monumento más prominente del lugar: The Big Fiddle, un violín de 18 metros de alto instalado allí en 2005. Es como un faro de cara al Atlántico y al resto del mundo; una versión costumbrista de la Estatua de la Libertad que anuncia algo así como: “Bienvenido sea todo aquel que venere la música”.
¿ES SUFICIENTE CON TENER MUCHA MÚSICA?

“Colombia es un país con más de 1.025 ritmos diferentes agrupados en 157 géneros. Dos de sus ciudades, Bogotá y Medellín, son reconocidas por la Unesco como parte de la red de Ciudades Creativas de la Música. Y 10 de los 100 videos más vistos en YouTube son de artistas colombianos. La gente allí no ‘escucha’ música, sino que la vive”. Así reza un documento titulado Music is the New Gastronomy (2018), elaborado por la agencia de promoción turística nacional, ProColombia. Desde entonces, a esa lista se sumó Ibagué como la tercera ciudad del país en ser designada con el apelativo de la Unesco.
¿Cómo explicarle a un extranjero tal abundancia, esa diversidad? De manera simplificada, a partir de los pronunciados contrastes entre las cinco ecorregiones que componen el territorio colombiano, nunca bien interconectadas y cuyos paisajes naturales y culturales no tienen nada que ver entre sí: el Caribe, los Andes, la costa pacífica, la Orinoquía y la Amazonía. Son varias naciones en una; no sorprende que sea tan difícil gobernarlas el conjunto. A lo largo de la ‘gran historia’, cada cual desarrolló su ‘rama’ sonora gracias, entre otros, a dos insumos: primero, el respectivo ecosistema, con su singular ‘paleta’ de sonidos. Y segundo, la gradual confluencia entre los pueblos nativos —ya originalmente muy diferentes— y los que migraron a cada lugar a lo largo de los siglos. Si se tuviera enfrente una suerte de ecualizador con solo tres diales —uno para cada gran rama de nuestro ADN mestizo: la africana, la ibérica y la nativa—, pareciera que cada región tuviera su configuración propia, su curva étnica con más de lo uno y menos de lo otro.
Hasta ahora, la región Caribe es la que más ha exportado nuestra sonoridad. La cumbia, en cuyo balance predominan lo afro y lo indígena, pero que conserva el influjo europeo, es madre de decenas de ritmos autóctonos colombianos y, a la vez, un lenguaje que conquistó a la clase obrera que, del campo, migró a las ciudades latinoamericanas a lo largo del siglo XX. Así lo asegura el antropólogo Darío Blanco, autor del libro La cumbia como matriz sonora de Latinoamérica (2019). Luego, esa base rítmica del “ts-ts-ts, ts-ts-ts” pasó a las discotecas ‘hípsters’ del continente y, finalmente, a las del mundo entero: para la muestra están los japoneses Minyo Crusaders.
Pero es que no somos solo cumbia: fuera de Colombia, pocos conocen las tradiciones andinas del bambuco, el pasillo, la guabina y la carranga; de la Pacífica apenas comenzamos a exportar —eso sí a lo grande— la tradición afro: la del currulao, el alabao y el arrullo. Tampoco en muchos lugares del planeta se escucha el joropo, ese espectáculo cabalgante de arpa y maracas que comparten los Llanos colombianos y venezolanos; desde el Caribe se exporta el vallenato, pero ¿y qué del bullerengue, el mapalé, el merecumbé y el porro? Y finalmente: ¿por qué ni siquiera los colombianos conocemos cómo suena la Amazonía, que ocupa más del 42 % de nuestro territorio continental y donde viven 52 pueblos indígenas?
Ante semejantes dimensiones patrimoniales, cualquiera pensaría que el país tiene una capa de turismo musical robusta, complementaria a las consolidadas del ecoturismo y la gastronomía. La realidad, sin embargo, es otra.
“No por tener mucha música tenemos muchos productos o experiencias turísticas relacionadas. Eso es lo clave”, explica Gilberto Salcedo, vicepresidente de Turismo en ProColombia. Robustecer la oferta de experiencias especializadas, dice, no es algo que ocurra de la noche a la mañana. Depende de un encuentro prolífico entre dos factores interdependientes: que haya demanda, por un lado, y por el otro, que exista una sinergia fluida entre actores institucionales, logísticos, legales, financieros y hasta de seguridad.
Salcedo asegura que, no obstante, esos factores especializados parecen estar ‘cuajando’ sobre unos cimientos generales sólidos: “A veces no nos ‘comemos el cuento’, pero es que el año pasado llegaron seis millones de turistas al país: un crecimiento del 27 %, cosa que nos generó 9.000 millones de dólares en divisas”. Entre enero y abril de este 2024, ya habían aterrizado aquí más de 2,1 millones de extranjeros: ¿superaremos el récord de 2023, un hito para una nación antes temida como destino a causa de sus desafíos de orden público?
El experto aporta una pista relacionada con lo musical: “De acuerdo a nuestros estudios, el interés principal de los visitantes de Estados Unidos al Caribe colombiano no es necesariamente el sol ni la playa: es la cultura”. Y añade que tampoco es que estemos desprovistos: “Tenemos clases de danza con ritmos colombianos como la champeta y la salsa; se enseña a tocar instrumentos de la mano de sus fabricantes, y además está el turismo de eventos musicales como el festival Estéreo Picnic y los conciertos del Movistar Arena, de Bogotá”. Eso, sin contar con los festivales folclóricos de los que hay cientos, pero son ‘archiconocidos’ el Petronio Álvarez en Cali; el Folclórico Colombiano en Ibagué, que acaba de experimentar su edición 50, y el de Vallenato en Valledupar. Salcedo añade una ‘chiva’: “A partir de enero de 2025, llegará un crucero por el río Magdalena; el primero en su especie en Colombia. Además de la naturaleza, los visitantes disfrutarán de la cultura en La Mojana sucreña y Mompox. Irán al punto de donde la cumbia es originaria”.
Indagado por si la ‘marca país’ debería tejerse alrededor de nuestra sonoridad de manera directa, responde que ya ocurrió: “Por más de dos años, tuvimos la campaña Visit Colombia, Feel the Rhythm (...). Luego, se consideró que, aunque la música es un eje clave, no es el último ni el único”. Y sobre el orden público —aquello que queremos, siempre, maquillar ante el espejo—, aseguró: “Nos solemos dar muy duro con eso. Y es obvio que la seguridad es un habilitante. Pero esto es relativo hoy en día porque se ha vuelto un desafío generalizado en el mundo. El viajero ahora es más consciente de ese riesgo, a donde sea que vaya”.
DOS ABANDERADAS EN MEDELLÍN
Destino Sonoro es una de las contadas agencias turísticas que, en Colombia, se dedican exclusivamente a promover el turismo musical. Fue fundada en Medellín por dos publicistas apasionadas por la cultura y por el engranaje social, económico e inmaterial que esta moviliza. “Le apostamos a visibilizar toda la cadena de valor creativa alrededor de la música (...). A que las personas tengan conciencia de todos los actores que participan, y que vean cómo ellas mismas lo hacen al comprar una boleta, un disco físico, pagar un cover o compartir una canción: están movilizando un ecosistema”. Eso dice Lali Guerrero, una de las gestoras, y añade: “En cada tour, visitamos tres o cuatro lugares de la ciudad que son joyas escondidas para nosotras: emisoras, teatros, estudios de grabación, tiendas de discos, y en todas partes se interactúa con los creadores”. Ana María Zuluaga, su socia, agrega: “El tour, que dura cuatro horas, es sorpresa: nadie sabe a dónde vamos a ir”.
Su clientela es creciente entre extranjeros, pero no son mayoría: “El tipo de turista más interesado ha sido el local. No sé si será por alguna crisis de identidad que tiene la ciudad relacionada con sus transformaciones”, dice Guerrero, en relación con el pasado violento en la capital antioqueña. Y Salcedo, de ProColombia, agrega: “Desde los años noventa, Medellín pasó de ser capital mundial del narcotráfico a ser la ciudad líder en innovación según el Foro Económico Mundial”.
¿Será que esas mismas redefiniciones pueden tener lugar en Pasto, Villavicencio, Tunja, Montería y Bogotá? Los ojos de Guerrero y Zuluaga están en cómo lo institucional facilita y promueve el trabajo de operadores como Destino Sonoro. El Ministerio de Cultura, dicen, ha sido clave, pero a ello debe sumarse el resto de actores intervinientes en cada localidad.

Finalmente, los datos confiables también conforman la partitura de un turismo exitoso. Rob Hain, CEO de Sound Diplomacy, explicó en Cape Breton que para levantar las alas de esa capa económica, es esencial hacer estudios de viabilidad y de impacto potencial. “Alguna vez, una ciudad suramericana buscaba tener un estadio de fútbol para 55.000 personas. Pero el equipo local solo jugaría ahí un puñado de veces al año, y querían que el resto de noches hubiera música en vivo. No existen suficientes actos musicales en el mundo para llenar un estadio de ese tamaño, tan frecuentemente. Tras calibrar los sueños con los datos, terminaron haciendo uno para 6.000 personas”, sostuvo. Y sobre cómo evaluar los resultados posteriores, aclaró: “Se debe rastrear cuál fue el valor añadido neto, que incluye lo relativo al show, pero también todo el dinero que llega a la cadena: comida y bebida, transporte, logística, tecnología, hotelería e incluso impuestos. Al cabo de un par de años, se vuelve a hacer el ejercicio para corregir errores, que también ocurren”.
Quizá Colombia no triplique el número de sus habitantes con turistas, como lo hizo Cape Breton. Pero es que la música es, para este país, lo que la gastronomía es a México. Si el Gobierno nacional desea reemplazar divisas petroleras con turísticas, a su disposición está un inacabable recurso rítmico.



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