Juan Diego Soler, cartógrafo del Cosmos
- Diego Montoya
- 18 mar
- 10 Min. de lectura
El astrofísico y divulgador colombiano conversó con Revista Credencial acerca de los primeros hallazgos del Telescopio Espacial James Webb, que suscitan nuevas incógnitas sobre el universo. Además, se refirió a la ignorancia científica de nuestros líderes y a la voz del conocimiento en la era de la desinformación.
Por Diego Montoya Chica
Publicado en Revista Credencial, Agosto 2023

En una columna sobre el James Webb usted decía: “Es un telescopio espacial tan poderoso que podría ver desde la Tierra el resplandor de una abeja en la superficie de la Luna”. Según su óptica profesional, ¿qué provechos específicos tuvo el primer año de funcionamiento de este megaproyecto y qué sendas nos está marcando?
Es indudablemente una revolución: se trata del telescopio espacial más ambicioso jamás construido y con un presupuesto que los astrofísicos quizá nunca más vamos a poder justificar.
Hasta el momento yo diría que hay que celebrar tres hitos. El primero es que funciona: su lanzamiento y despliegue son inmensos triunfos en sí mismos porque esto no es como un carro que saca uno del concesionario y que, si no le va bien, lo cambia: este es un prototipo único. El correcto funcionamiento de todos sus instrumentos y sus partes ha sido igualmente exitoso, como por ejemplo su escudo térmico, esa especie de sombrilla con siete capas desplegadas cuya función es enfriar aún más el espejo y sus componentes según bloquea la radiación del sol —lo que permite ver mejor el lado oscuro del universo—. Recuerde que en el espacio no hay transmisión de calor por contacto, pues no hay muchas partículas —no hay convección—, sino que todo es por radiación. Por cierto: hacer esos escudos térmicos era mi especialidad en el proyecto con globos en el que participé en la Antártida. También trabajé con quienes desarrollaron MIDI, uno de los instrumentos en el telescopio que utiliza filtros para ver distintas frecuencias de infrarrojo, y tengo que decir que en ningún lado estaba escrito que iba a funcionar tan bien.
El segundo hito es que el James Webb nos está mostrando un universo mucho más complejo de lo que nos habíamos imaginado. ¡Y con sorpresas grandes! Es que la física no nos permite entender absolutamente todo: no es que salgamos del laboratorio con las ecuaciones de Einstein y, entonces, demos por sentado que podremos describir todo aquello que existe en el cosmos. Por eso, los físicos enfrentamos nuestros modelos con la realidad todos los días, y este telescopio está cuestionando varios de los que teníamos: por ejemplo, hay que tirar a la basura los referentes a la evolución de galaxias, pues en algunas de las imágenes estamos viendo unas muy grandes, de mucho antes de lo que imaginábamos. Es como si usted viera una foto del siglo XIX en el Museo Nacional y en ella apareciera un Transmilenio.
Y el hito número tres es el potencial de descubrimiento de partículas en las atmósferas de otros planetas. Es comprensible que ahora mismo estemos empujando al telescopio hacia la generación de imágenes, pero hay algo que no se está viendo en la prensa y son los espectros. Es decir, la cantidad de luz que se está observando en distintas frecuencias y que indica complejidades moleculares en atmósferas de otros planetas. Gracias a ello, vemos el clima en mundos distintos a los que giran alrededor del sol, ¡y eso es una chimba!
Usted ha mencionado el concepto de “ecosistema”, pero aplicado al cosmos. ¿Cómo lo explica? ¿Estamos hablando de un equilibrio que puede alterarse, o incluso de servicios ecosistémicos, solo que a nivel cósmico?
Lo que vemos en las imágenes del James Webb —por ponerle un ejemplo— es resultado de interrelaciones que existen en múltiples escalas: desde el nivel de las galaxias hasta el de los átomos. Entonces, más que pensar al cosmos como un sistema biológico —con equilibrios y balances como aquellos que tienen lugar en la Tierra—, me refiero al sistema de relaciones que, de hecho, deben entenderse para conocer a fondo cada individuo en el entorno. No hay nada que pueda entenderse en aislamiento, sin vínculos. Nomás piense en esto: todos los años caen ocho millones de toneladas de desechos espaciales en la Tierra. Para analizar la atmósfera de cualquier planeta es necesario comprender la nube de la cual este salió, y el disco en el que se formó alrededor de una estrella central.

Eso me recuerda otra cosa dicha por usted en una entrevista: que la Tierra tenga platino solo se explica en que el planeta mismo sea material reciclado de una supernova...
Exactamente. Y nuestra tarea como astrofísicos es contar ese cuento, ponerle detalles a esa arqueología cósmica.
Hagamos un poco de filosofía existencial: ¿cómo impacta en la psique de un ser humano el estar constantemente recordando la inmensidad del universo y lo accidental, y quizá temporal, que es nuestra existencia en él?
¡A mí me da una tranquilidad tremenda! La base de la filosofía existencial es que la existencia precede al motivo. Entonces Camus, Sartre, Simone de Beauvoir y Kierkegaard lo que hacían en últimas era preguntarse un montón de cosas en torno a las implicaciones de esa idea. De ahí también se desprende, por ejemplo, la noción de que usted vive este momento y ya: no va a haber un instante después ni hubo uno antes; no hay un adelante ni un atrás. Eso da calma.
Y por otro lado, celebro haber existido en un momento de la historia en el que entendemos tanto sobre el universo que no debemos asignarle propiedades mágicas: no debemos inclinarnos al Sol cada mañana, por ejemplo, y sin embargo sí somos conscientes de que esa es la principal fuente de energía en la Tierra. Desde el petróleo hasta los vientos, todo está impulsado por el Sol. Y ese conocimiento le da a uno la posibilidad de conciliar su existencia a través de entenderla; quizá no para darle sentido, pero sí para darle perspectiva a los problemas humanos. Otro impacto ocurre en la manera en que se asumen las escalas de tiempo, y en la forma en que uno lee las noticias: ¿cuál resulta más importante, la temporalidad de MasterChef o la de la elección de un presidente? ¿Qué va a ser más perecedero y de qué se acordarán nuestros hijos?
Uno podría pensar que la esencia final de la ciencia es la supervivencia de la especie. Y usted trabajó alguna vez en física médica, además de que alerta sobre los peligros del cambio climático. Me perdona el cinismo, pero ¿la preservación del ser humano es, realmente, algo que le interese a un astrofísico que piensa en millones de años luz?
Sí, claro que sí, ¡primero porque tengo una hija! Y ¿sabe?, aquí me devuelvo un poco. Antes le dije que no vivía angustiado, pero la respuesta en realidad es que sí: vivo angustiado por el calentamiento global. Es la amenaza principal a la especie, un problema que por su complejidad es muy difícil de resolver. Y a pesar de que vivo ocho o más horas al día con la cabeza metida en las escalas de tiempo que usted dice, en últimas tengo una familia y pertenezco a una sociedad.
Me interesa mucho saber su opinión sobre la voz de la ciencia en la sociedad contemporánea, porque cada día atestiguamos una lucha por posicionar la verdad. La evidencia no es suficiente para normalizar aquello que está comprobado, mientras que la gente decide creer o no en las cosas. ¿Usted cómo ve ese lío?
Sí. Ahí creo que lo clave es saber que uno no va a convencer a todo el mundo. Los humanos estamos hechos de nuestros contextos, y uno de ellos es el que las redes sociales, en el que se respaldan cosas que no tienen ningún sustento en la realidad. Entonces usted siente que tiene razón porque siempre va a encontrar algo de qué agarrarse: “No hemos llegado a la Luna porque lo vi en un video de YouTube”. “Las vacunas no funcionan porque lo dijeron en este grupo de Facebook”.
Ahí toca recordar a Kant y pensar en el ejemplo extremo: si usted cree que no funcionan las vacunas, imagínese un mundo donde ellas no existan. Sería terrible.
Pero la divulgación científica no puede ser una labor individual, sino colectiva, y en Colombia somos afortunados de tener una multiplicidad de voces en ese frente. Hay científicos, mujeres y hombres en todo el país y de distintas edades, que le hablan a distintos públicos. Yo no tengo la voz de autoridad que puede tener Moisés Wasserman, por ejemplo, porque no puedo llegar a sus públicos, pero tampoco llego a quienes están en TikTok. No importa: lo clave es aportar en esa multiplicidad de voces para consolidar un contexto firme que permita que la sociedad funcione.
Ahora: sí es cierto que en el contexto colombiano se nos ha permitido pensar que un intelectual no tiene que saber de ciencias naturales. Eso es un error.
¿Y usted siente que nuestros políticos respetan los hallazgos del método científico? Es decir, ¿nuestros líderes actuales acuden a esa herramienta para diseñar política pública?
Cuando la política y la opinión se meten en el método científico, todo se enrarece y los resultados del experimento u observación comienzan a tener esos tintes. Por otro lado, el gobernante está ahí para tomar decisiones con la mejor evidencia posible. Y si dicha evidencia se politiza, en últimas los que pagan son los científicos y las personas. La producción de ciencia debe ser independiente.
Un caso positivo es el catastro multipropósito, una de las aventuras científicas más grandes en Colombia. El país intenta usar la tecnología más moderna para saber qué se hace con la tierra en su territorio. Y al cambiar de Gobierno, con ese viraje de tendencia tan fuerte, el catastro multipropósito no ha cambiado. Si se politiza, no se hace.
Pero por otro lado, mire cómo Colombia no tiene una agencia espacial. Tiene una dependencia de la Presidencia que está olvidada no solo en este Gobierno, sino en todos los anteriores. Porque se cree que esa parte de la vida no es competencia de los colombianos. Tenemos órbita geoestacionaria consagrada en la Constitución, y nunca hemos ejercido soberanía sobre ella. Tampoco tenemos un sistema de adquisición de imágenes satelitales que se necesitan para registrar el mencionado uso de la tierra o seguir los efectos de la deforestación: las estamos comprando.
Y luego sí se hacen esfuerzos grandes como el de haber lanzado un satélite ensamblado con partes comerciales y con una plataforma de SpaceX, pero, en últimas, no existe un plan que vincule ese elemento a la vida de los ciudadanos.

Decía usted que en Colombia tendíamos a encumbrar a la figura de la persona de ciencia con un halo de sabio solemne que tiene todas las respuestas. ¿No le preocupa que le pase eso?
No, afortunadamente no existe monopolio de ninguna voz y, si así fuera, la competencia está dura: hay muy buenos científicos ahora mismo.
El ejemplo de lo que digo es Manuel Elkin Patarroyo: lo vi en mi colegio cuando yo tenía unos 14 años y en ese momento quería trabajar en su laboratorio. Pero luego vi la evolución del personaje hasta convertirse no solamente en un estereotipo de científico, sino también en una voz muchas veces nociva: su actitud durante el covid fue realmente deplorable. Salió a hablarle al primer micrófono que le pusieron y así le fue.
Yo insisto es que aquí lo clave es que exista un andamiaje institucional y de conocimiento que permita la ciencia. Sorprende que mantengamos una masa crítica de científicos y que sigamos saliendo así como los ciclistas: sin que haya una infraestructura para ambas actividades. Y, como ellos, nosotros también somos producto del trabajo en equipo.
Y es que esa noción de la mente brillante también es bien nociva, ¿no?
De ello trato de hablar en mi libro, y en otro que —le adelanto— publicaré el año entrante. Einstein, Flemming, Pasteur, todos son resultado de un ecosistema de conocimiento. Einstein no nació de la nada: influyeron con otros matemáticos, Mileva Marić —su primera esposa—, el lugar en el que él trabajó, los cambios sociales que se estaban dando.
La nube alargada de átomos de hidrógeno que usted encontró en la Vía Láctea —a la que llamó Magdalena, en un guiño a nuestro río— nos ayuda a entender cómo los átomos de ese elemento —de los que estamos compuestos incluso nosotros, en buena medida— eventualmente forman estrellas.

Ahora que menciona lo de su nuevo libro, ¿es verdad que el hidrógeno va a ser su protagonista?
Sí, se llama Memorias de aire y ríos en el cielo. Y es sobre ese, el único elemento al cual uno no le debe tener miedo porque es muy sencillo: un electrón y un protón. No solo narro ahí la historia de Magdalena —de cómo fue su descubrimiento, por qué es importante y cómo cuaja en la imagen que tenemos de la Vía Láctea—, sino que hablo de cómo la principal fuente de energía para el Sol es la fusión de hidrógeno. Eso lo descubrió una mujer, Cecilia Payne-Gaposchkin.
Asimismo, abordo a Lavoisier, el químico francés que decapitaron en la Revolución Francesa y cuya esposa y asistente, Anne Marie Lavoisier, fue quien recopiló su conocimiento. Entre muchas otras cosas.
Como divulgador, usted dice buscar sus propias metáforas, intentando no usar demasiado las de otros —como Hawking o Sagan—. ¿Cómo ha sido esa búsqueda de recursos literarios?
Es una construcción continua. Fíjese que hay divulgadores como Richard Feynman que no utilizan metáforas. Él decía: el campo magnético es eso y ya, no hay nada que lo pueda representar, es lo que es.
Le toca a uno buscar fuentes distintas y la literatura es clave. Por cierto, La historia de Horacio, el libro de Tomás González, es un libro de ciencia y la escritura es excepcional: parece que el autor cincelara en mármol cada frase, cosa a la que apenas puedo yo aspirar.
Antes de sus viajes a la Antártida usted dijo que leía a Lovecraft, Verne y otros autores de ciencia ficción. En ese género literario, ¿qué obras le han sido fundamentales?
Yo debía mencionar a Lovecraft, claro, pero lo cierto es que no me termina de conquistar —aunque las películas del director Panos Cosmatos me han hecho reconciliarme con él—. A mí me gustan los libros de aventuras porque celebro ese sentido en cualquier actividad humana.
Para terminar, usted describe la Antártida —sobre la que escribió su primer libro— como el punto quizá más misterioso de la Tierra por cómo se comporta la física allí. ¿Cómo es ver los efectos de la humanidad en un lugar donde no hay casi personas?
Ahí hay dos niveles, uno abstracto y otro literal. El primero es perceptible en la base de McMurdo a la que fui, donde la ciudad más cercana está a 6.000 kilómetros de distancia*. Cuando fui a ayudarle a los buzos, se ven unas estrellas de mar enor-
mes que son incluso más grandes según se está más cerca de la base. La razón es que se han alimentado de los desechos procesados de todos los sanitarios allí: fuentes de nitrógeno que nunca está presente de manera natural, pues todo está congelado y el suelo no se mueve de ninguna manera. Asimismo, esto se percibe en los edificios que la nieve entierra: a veces, usted ve una zona del paisaje demarcada por banderas sin que se vea nada allí, pero resulta que debajo hay edificaciones enterradas y, si llegara a pisar encima, se cae en un hueco.
Y luego, la parte más abstracta se entiende en las historias que allá se escuchan, y también por cosas como que cada vez tocaba anticipar más el vuelo del globo con el que trabajábamos porque la plataforma de hielo que usamos para lanzarlo se derrite más temprano en la temporada. Asimismo, los patrones de viento que lleva al artefacto por el polo sur están cambiando a causa del calentamiento global. Todo ello es tangible, pero son los efectos indirectos de la emisión de dióxido de carbono en lugares lejanos.
*6.000 kilómetros es lo que hay en línea recta entre Bogotá y San Francisco (EE. UU.). También, más de lo que hay entre Nueva York y París.
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