top of page

Las guardianas de la cocina guapireña

  • Foto del escritor: Diego Montoya
    Diego Montoya
  • 6 feb
  • 6 Min. de lectura

Marisco fresco, coco, plátano y hierbas de azotea: es verdad que esos son pilares fundamentales de la gastronomía en el Pacífico colombiano. Pero, ¿a quién se le debe que esos ingredientes se transformen en un patrimonio cultural invaluable?


Adiela, cocinera en 'la galería' de Guapi, Cauca.
Adiela, cocinera en 'la galería' de Guapi, Cauca.

Por Diego Montoya Chica

Publicado en el libro Culturas de Colombia (2018). Fotos: Daniel Reina


Adiela está de pie frente a un grupo de seis ollas metálicas multiformes, cada cual con su tapa y sobre su respectivo fogón de leña. El conjunto de trastos parece conformar una batería con tambores y platillos que, de hecho, golpetean bajo el cucharón de la rolliza mujer caucana. Pero no es lo único que resuena en este enorme galpón. Por el contrario: los sonidos de la cocina son superados por el bullicio circundante en ‘la galería’, que es como en Guapi llaman a la plaza de mercado. A pocos metros de Adiela, otra mujer abre cocos a golpe de machete, los drena en un platón de lata y luego los raya con un molino Corona. Entre los gritos de las hierbateras, otras voces ofrecen frutos de mar y de río: “¡Tollo ahumado, barbinche, cangrejo, jaiba!”.

Afuera gruñe el motor de una lancha cargada de plátano verde que atraca a orillas del río Guapi. Y de la embarcación contigua, hombres fornidos descargan el pescado fresco que será luego tajado con cuchillo sobre tablas de madera. El reguetón, por su parte, compite contra la salsa en los puestos de ropa, a la vez que un grupo de niños bromea en una pugna alegre: a ver cuál de ellos pesca mejor usando hilos de nylon a través de los orificios en el suelo del recinto.

Paula, en su restaurante con vista al Río Guapi.
Paula, en su restaurante con vista al Río Guapi.

Y mientras todo esto ocurre, pescadores, comensales, clientes y vendedores comentan la semana entera, pues en la galería no solo confluyen el campo y el mar, sino también la noticia y el chisme, condimentos esenciales en un pueblo formado por un puñado de calles que, rara vez, han visto automóviles de cuatro ruedas.

“Mire —Adiela destapa una de las ollas—. Aquí hay tollo, bien cremoso con la leche del coco”. El vapor que se libera huele a mar, pero con un aroma herbal, vegetal y, a la vez, dulzón que describe el cuarteto estrella en la gastronomía local: pescado o marisco fresco; hierbas de azotea —chillangua, oreganón, poleo, albahaca negra y cebolla larga—; plátano y mucho coco...

“Esta otra es piangua, que no se puede cocinar mucho porque queda muy dura —explica Adiela ante un guiso de color oscuro—, y este de aquí es un tapado de pescado”.


Álbum guapireño



A Adiela, así como a la inmensa mayoría de mujeres en la costa occidental colombiana, le enseñó a cocinar su madre. Es común ver ese patrón a lo largo y ancho del planeta, pero en Guapi se repite con mayor constancia: la transmisión de cultura culinaria ocurre, casi exclusivamente, de mujer a mujer.

“Mi madre dice que yo ya le gané”, ríe otra cocinera, Melba, desde una silla en el almacén de ropa de su hijo. A pesar de ser angosta, la tienda es un refugio del calor húmedo que, al mediodía, castiga con especial sevicia a los poquísimos transeúntes que no son de allí. “¿Cómo es que a los niños en Guapi les dan pollo, carne, sopa de avena o bienestarina, en vez de marisco?”, revira la madre comunitaria.

A pocos metros de allí, en la Fundación Chiyangua, la joven Alicia se conmueve hasta las lágrimas al recordar el arroz atollado con mariscos que hacía su difunta madre: “Era mazacotudo, divino; nunca me queda así”. Y un poco más allá, cerca de la entrada a la galería, está Charlot, una mujer trans de voz especialmente aguda. Examina un canasto cerrado en el que una docena de cangrejos azules vivos se disputan el milímetro. “Desde niña me gustaba cocinar —sostiene—. Me queda bien el sancocho de pescado y el de bagre. Me lo enseñó mi tía Otilia”.

Edna, que está de visita pues vive desplazada de la violencia en Bogotá desde que asesinaron a su pareja, rememora el sancocho de su madre a la vez que camina por la calle paralela al río. “Me hace mucha falta —dice la experta en brebajes tradicionales y productos afrodisíacos—. En Bogotá, el pescado congelado es malo y, aparte, caro”.

Y finalmente, Rosa Olivia, hija también de cocinera y quien a sus 66 años tiene la sonrisa más maternal de la costa, reposa en el patio de su casa al comenzar la noche. “Entré hoy a las siete de la mañana a la cocina y acabo de salir —comenta—. Pero porque me encanta, no porque me toque”. La mujer espanta a un perro gris que se acerca demasiado a una de sus plantas de jengibre y se ubica luego una concha de ‘pateburro’ al lado de la oreja. No contiene la alegría y dice: “Así está el mar”.


La capitana


Maura Caldas es una de las voces veneradas en el porte de la tradición gastronómica en el Pacífico Colombiano.
Maura Caldas es una de las voces veneradas en el porte de la tradición gastronómica en el Pacífico Colombiano.

Maura Caldas le sirve el siguiente trago de ‘Caigamosjuntos’ a los visitantes de su casa en el barrio La Selva de Cali. “Yo misma lo hago con viche, brandy y whisky, pero también con jengibre, canela, clavos y hierbas”, comenta la octogenaria guapireña, considerada ‘la madre de la cocina del Pacífico’ por Carlos Yanguas, experto en gastronomía colombiana. La oscura y dulce bebida arrastra llamas puras por la garganta para luego confundir a las neuronas.

“A uno lo criaban para servirle al marido; para que él no dijera: ‘¿Es que su mamá no le enseñó nada?’”, sostiene la chef, envuelta en ropajes coloridos de ADN africano. “A mi abuela Chencha la casaron a los 11 años —dice—. Y vivió 113. Fue ella la que me enseñó, con muchísima disciplina”. Maura recuerda a su abuela vestida con polleras de encaje heredadas de la bisabuela Martina, una indígena guambiana que, a su vez, y siendo esclava aún, las había recibido de mujeres españolas. África negra, España blanca, América indígena... Guapi, como Quibdó, Barbacoas, Tumaco y cualquier otra ciudad del extremo occidental colombiano, es un crisol de culturas.

“A la comida preparada por hombres le falta algo de ternura —dice la chef—. Cuando la hace una mujer, te corre alegría por dentro”, sostiene. Las chuculas que ofrece a continuación se degustan con la conciencia de que aquello ocurrirá solo una vez. Se trata de unas croquetas fritas de plátano, rellenas de tres tipos de queso (costeño, graso y campesino) con cilantro y apanadas con coco rallado.

Este es el referente madre para los creadores que, apenas ahora, ofrecen comida del Pacífico en el interior del país. Maura asegura que son pocas las mujeres que cocinan mal y que para eso, en todo caso, hay remedio: “Que ella se orine las manos”, sentencia y aprieta los hombros alzados, en el clásico ademán de ‘yo no sé, pero así es’.

El antropólogo Carlos Humberto Illera coincide con esta celebrada cocinera en que existe una diferencia en el resultado culinario definida por el género. “La química corporal llega a los platos”, sostiene.


Y luego, ¿qué?


Numerosos platos tradicionales del Pacífico se recuerdan como cosa del pasado. Hay quienes aún comen balas de desayuno —esas bolas de plátano maduro con queso, bautizadas como la munición de los cañones decimonónicos—, pero son pocos. Del ‘quemapatas’ no todos se acuerdan, aunque el plato documenta la Guerra de los Mil Días, cuando conservadores violentos asediaban el pueblo liberto y los negros huían al monte después de enterrar debajo de la hoguera una masa de maíz envuelta en hojas de plátano; a su regreso serían un manjar.

Y del ‘pandao’ solo hablan los viejos, cuando rememoran esa mezcla de pescado ahumado que, antaño y en noches de luna, se cocinaba bajo una hoguera en plena playa. “En Guapi es difícil hoy encontrar chuculas”, indica Carlos Yanguas. “El comercio ha llegado a todos los rincones del país y lo primero de lo que se apodera es de los graneros y de las panaderías. Eso hace que la gastronomía cambie”, sostiene.

Falta ver si se posiciona la cultura gastronómica tradicional del Pacífico como para que, allí, en una de las regiones más maltratadas del país, sea la sociedad local la que valore su patrimonio alimentario y lo mantenga vivo.

“Yo le enseño a hacer el camarón munchillá o el ceviche de piangua a mi hija, que tiene 16 años, pero ella prefiere leer o escuchar música a hacer oficio”, indica Paula, cocinera y dueña del restaurante con mejor vista sobre el río Guapi. Qué bueno que ocurra así: que se deje de cocinar solamente por el empoderamiento de la mujer fuera de las labores domésticas. Pero, ojalá, no por desplazamiento cultural.



Комментарии


bottom of page